Hagen y yo
Todo aquello que es terrible precisa de nuestro amor. Rainer María Rilker, Las elegías de Duino. Hagen y yo (Fehér isten, en su título original) arranca con una brillante secuencia que revela a un director pleno de recursos: en la puesta en escena, en la utilización de la luz y la textura, en el fuera de campo, en la dirección interpretativa. Amparado bajo una estética oscura y urbana, Kornél Mundruczo (Tender Son, 2010) muestra a una niña en bicicleta que huye de una jauría de perros en una Budapest desolada. ¿Una pequeña en medio de una pesadilla o de una soledad apocalíptica? Un escenario recreado con crudeza y veracidad a lo largo de una persecución encaminada a una resolución tan terrible como ineludible. La historia sigue las desventuras de Hagen -un perro mestizo que, al igual que el resto de los de su clase, pronto se verá obligado a vagar en las calles a causa de un nuevo marco legislativo que lo margina-, y a su dueña, Lili (Zsofia Psotta) una adolescente rubia y de personalidad melancólica que toca la trompeta, y quien intentará por todos los medios encontrar a su mejor amigo lanudo. La pequeña heroína simboliza la bondad, la inocencia y el amor para Hagen. No es casual que ella estudie música y que prefiera viajar en bicicleta. En su primera parte, la película se nos revela como una historia de familia disfuncional en la que Lili consuela su soledad con el amor de su perro. Pero el viaje repentino de su madre la obliga a ella y a su mascota pasar una temporada jun