Sobre lo infinito
De la repetición emana la diferencia. Si pones 'Sobre el infinito' junto al resto de películas del sueco Roy Andersson, todas se parecen como una gota de agua: una colección de viñetas diseñadas por el hermano gemelo de Tati y Lynch, un Samuel Beckett de línea clara, el álbum familiar de un manierista que cree que la vida es triste, cruel y conmovedora. Y entonces, buscando las rimas y los ecos, aparecen las sorpresas: porque en el frasco pequeño siempre está la buena confitura, y aquí las anécdotas son espoleadas por la narración oral, que pasa las páginas de un libro de cuentos que duran un verso.
Hay, pues, la estructura, que a veces parece aleatoria, que otorga la voz en off de una posible Sherezade, como si leyéramos una edición de bolsillo de 'Las mil y una noches', que arranca con una pareja de enamorados volando por encima de una ciudad devastada; continúa explicando la crisis de fe de un cura que se consuela sorbiendo alcohol; se detiene en un día lluvioso, cuando un padre, en un gesto muy bonito, le abrocha un zapato a su hija sin importarle mojarse, y no teme visitar a Hitler en su búnker ni a un émulo de Jesús cargando la cruz por una calle grisáceo.
La película podría durar hasta el infinito, porque infinita es la gracia mundana con que Andersson es capaz de convertir un momento trivial en una pequeña epifanía, o un instante épico en la puesta en escena de un gesto absurdo. Nunca el nihilismo había resultado tan tierno.