Entrevista con Björk
Es la hora del café y platico con la ninfa musical favorita de muchos. La conversación ha tornado hacia festivales, canciones francesas para niños y la vida después del apocalipsis.
Björk ha ganado corazones y mentes con su original cosmovisión, su rareza santoral y los ocasionales flashes de paparazzis noqueados. Ahora de 52 años continúa no solo empujando los límites, sino que los destruye.
De niña empezó como una cantante en su nativa Islandia. Se salió de la banda The Sugarcubes en los ochenta para convertirse en superestrella durante los noventa con sus discos Debut (1993) y Post (1995). Cubriendo sonidos del jazz, electrónica y shows de Broadway, estos establecieron una plantilla para su singularmente inventiva carrera. Desde aquel entonces ha lanzado ocho álbumes de estudio, casi todos como un experimento salvaje, creando canciones con cuerdas altas, ritmos humanos y cajas musicales, y ninguno de ellos para ser cacharros o insulto a la inteligencia de la audiencia.
Lanzado en enero de 2015, su último álbum, Vulnicura, es intrínseco, hermoso y más aún: un lazo de San Valentín manchado de sangre que describe su rompimiento con el artista visual y compañero de largo plazo Matthew Barney, en 2013. Pero— mientras me sirven más café en la oficina de su publicista en Nueva York— hay un pequeño trazo de melancolía.
A pesar de ello es juguetona. Está portando un vestido de seda en rayas blanco y negro con solapas anchas; zigzags de arcoíris en el frente, como el forro de los á