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Un niño pirómano es el personaje más memorable de 'Wonder wheel'. Podría haberse escapado de un gag de 'Toma el dinero y corre' o de uno de los recuerdos en cálido tono sepia de 'Días de radio', pero no, aquí no enciende la cerilla para caernos simpático. En su ansia de destrucción masiva y arbitraria, es difícil no ver al Woody Allen de los últimos años, que ha transformado el arquetipo de aquellas soñadoras que Mia Farrow interpretaba en los 80 (en 'La rosa púrpura de El Cairo' o 'Alice' ) en auténticos agentes del caos, monstruos que han convertido su frustración en una telaraña de autoengaños que acabará devastando todo lo que toquen.
Así era la Jasmine que le hizo ganar un Oscar a Cate Blanchett, y así es su prima hermana Ginny, que Kate Winslet interpreta con la pasión, entre vulgar y desencantada, de una heroína trágica propensa a la traición. La teatralidad del escenario escogido por Allen (un Coney Island fantasmagórico) no parece dejar escapatoria a sus personajes, atrapados entre la obligación de parecerse a sus modelos dramáticos –los de una obra de Eugene O'Neill o Tennessee Williams– y el derecho a vivir su propia vida.
'Wonder wheel' se revela como una de las películas más sofisticadas del último tramo de su carrera: con el apoyo del estilizado trabajo cromático de la fotografía de Vittorio Storaro –tan deudora de los folletos brechtinianos de Sirk como del Antonioni de 'El misterio de Oberwald'–, Allen reflexiona sobre los mecanismos formales y narrativos del melodrama rebozándolos de una amargura aterradora.