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Unas baquetas de donde chorrean gotas de sudor y de sangre. Esta es la imagen que mejor recoge la esencia de 'Whiplash'. A diferencia de otras películas que giran alrededor de músicos, centradas en la epifanía y en las turbulencias de la actividad creativa, el segundo largometraje de Damien Chazelle no ve la música como un arte, sino como una actividad de disciplina férrea, donde el placer y la espontaneidad son aniquilados por la competitividad de un taller de músicos. Planteada como un duelo entre un joven batería y su sádico profesor (encarnado por JK Simmons, versión sofisticada del cruel sargento Hartman de 'La chaqueta metálica'), 'Whiplash' narra la pérdida de inocencia (y humanidad) del protagonista con un efectismo a veces grueso y una moral ambigua, pero también con la vibrante métrica de un joven cineasta que no tiene vergüenza de exhibir su talento.