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Una de las jugadas más inteligentes de ‘Todos queremos algo’ es introducir dentro de su grupo de protagonistas ¬–un grupo de pre adolescentes que llegan a la universidad con una beca deportiva- un elemento desestabilizador: un adulto que se hace pasar por universitario, intentando alargar un periodo que, según las convenciones sociales, ya debería haber dejado atrás. Este personaje es la clave que define el último film de Richard Linklater.
Hasta ahora, las propuestas más celebradas del director habían sido aquellas que hacían del paso del tiempo una experiencia cinematográfica –‘Boyhood’, la trilogía iniciada en ‘Anter del atardecer’-. En cambio, ‘Todos queremos algo’ quiere remontar el río para llegar a una etapa anterior en la filmografía del cineasta, cuando realizaba comedias adolescentes de culto.
La película detiene el reloj para centrarse en los pocos días que transcurren entre la llegada a la universidad y el inicio de las clases, limbos magnificados con fiestas y excesos. La vocación deportiva de los protagonistas fuerza el relato a chorrear testosterona, y casi no deja lugar para personajes femeninos. De hecho, una secuencia reduce a las mujeres a desnudos objetos de deseo, con una deleitación que no sabemos si es cómplice o si ironiza sobre los tópicos sexistas del cine de juerga. Es por eso que no acabamos de creernos que Linklater comparta el espíritu de las tonterías que ha rodado. Es probable que la bonanza retro de las imágenes tenga más sentido para quien pinchara en su momento las canciones de Devo, Blondie y The Cars que suenan en el film, que no para aquellos que acaban de entrar en el dulce verano que separa el instituto de la universidad.