Quizás lo único que se le puede reprochar a 'Taxi Teherán' es que su singularidad ya había sido testada en 'Ten', obra maestra del cine digital donde Kiarostami sitúa diez conversaciones en un coche y nos explica cómo es el mundo. De eso se trata: de utilizar el automóvil como un microcosmos de las paradojas de una sociedad tan viva y contradictoria que ningún censor sería capaz de cortarle las alas. Que Panahi sea el conductor de este taxi universal, y que sus preguntas orienten o comenten las conversaciones de sus pasajeros, demuestra hasta qué punto la película, que está poniendo contra las cuerdas la naturaleza ficcional del documental (y viceversa), habla del cine en estado puro.
La cámara ya no es un espejo sino un retrovisor: lo que hace es reflejar lo que hay más allá de la imagen, a sus espaldas, mientras el cineasta ajusta las distancias. La inteligencia del dispositivo concebido por Panahi cristalizar en un diálogo memorable con su nieta de once años, que se convierte, hablando de las terribles condiciones para rodar en Irán –por ejemplo, prohibido hacer realismo sórdido–, en su alter ego.