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Quien quiera ver una película biográfica sobre el escultor Auguste Rodin, que no se acerque a este último trabajo de Jacques Doillon, uno de los grandes supervivientes de la generación post-Nouvelle Vague del cine francés. El film pretende captar el arte como si se tratara de un trabajo cotidiano, lejos de cualquier perspectiva idealista. Por un lado, vemos a Rodin en el taller, retocando obsesivamente sus piezas –'Las puertas del infierno' o el 'Balzac'– o en el día a día con su amante Camille Claudel. Por otro, Doillon estructura la película mediante escenas independientes, separadas por intrépidas elipsis, que rechazan cualquier tipo de psicologismo o espectacularidad. Lo que importa es el diálogo entre Rodin y la escultura, la manera en que los cuerpos acaban constituyendo la materia prima tanto del arte como del sexo y, en fin, de la vida. Y para hacer esto la cámara de Doillon escruta estas fusiones con energía no exenta de delicadeza, como si él mismo también estuviera dando forma laboriosamente a sus imágenes.