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Tiene nombre de tragedia griega, pero en realidad se trata de su deconstrucción, que unas veces deriva hacia el melodrama fáustico y otras hacia el folleto desbordante. Rosales habla de la responsabilidad moral del artista en un mundo en el que prima el éxito sobre la honestidad vital, la mentira sobre la verdad y los valores del mercado sobre los afectos familiares. Y lo hace, como siempre, desde un elaborado trabajo de la puesta en escena y sus estrategias narrativas. Llevando el relato a una perpetua discontinuidad, avanzando información al espectador antes de que la sepan sus personajes, con una estructura capitular recorrida por movimientos de cámara laterales que recogen y abandonan conversaciones con un espíritu observacional, neutro, consigue, como en 'La soledad', que sus dispositivos de distanciamiento casi brechtiano no ahoguen la emoción que se esconde detrás de la historia de una mujer que quiere conocer a su padre biológico y que, además, desencadena un tsunami de desgracias que pone la piel de gallina.
Un casting en estado de gracia (atención a la pareja Bárbara Lennie-Alex Brendemühl y, sobre todo, al debut de Joan Botey, un demiurgo mefistofélico que hiela el aire con sus profecías) remata la que, seguramente, es la película más accesible de Jaime Rosales, que no la menos dura.