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¿Por qué, en el cine de David Fincher, la figura del creador está asociada con el ejercicio del mal? ¿Y por qué el mal es, según él, sinónimo de inteligencia suprema? El director de 'El club de la lucha' niega sus constantes de autor, como si quisiera reivindicar su condición de artesano filigranero al servicio de Hollywood, pero es evidente que hay mucho más detrás de su perfeccionismo técnico. 'Perdida', como 'Seven', 'The game', 'Zodiac' o 'La red social', cuenta la historia de una obsesión por controlar el mundo, para reescribirlo con caligrafía perversa y tinta sangrienta, para construirlo pieza a pieza, como un edificio de mondadientes que pincha, que es tan bello como peligroso.
'Perdida' es 'La guerra de los Rose' en clave cerebral. No es tanto una película sobre las cárceles del matrimonio y el escrutinio mediático de la intimidad en la sociedad de la información, como sobre las relaciones de poder que se establecen de forma natural entre hombres y mujeres y, por extensión, entre el cineasta y el espectador. Es imposible hacer una sinopsis sin revelar spoilers, y vale la pena, al menos para quien no haya leído el 'bestseller' de Gillian Flynn, entrar virgen en esta historia que combina, con nervio y talento, puntos de vista, tiempo verbales, falsas verdades y mentiras meteóricas, y que se rompe en dos de los giros narrativos más improbables y sorprendentes del cine contemporáneo. Quizás la resolución no está a la altura del sofisticado 'tour de force' que proponen los dos primeros actos, pero es una película tan generosa a la hora de procurar placer a su público –tanto, por ejemplo, como el mejor Brian de Palma– que sería mezquino poner peros.