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Solo el éxito de 'Ocho apellidos vascos' justifica su secuela, que denota en todo momento la condición de artefacto forzado y ejecutado con desgana. No se salva ni como actualización de las comedias clásicas, ni como farsa alrededor de los tópicos catalanes. La mediocridad de Martínez Lázaro se hace evidente en el primer caso. El director es incapaz incluso de armar con un poco de ritmo la típica escena de vodevil con puertas que se abren y se cierran. Y en cuanto a la parodia catalana, se nota que los guionistas no se sienten cómodos y se limitan a cuatro tópicos sobados (el hipster, la yaya que la Sardà interpreta con el piloto automático), sin llegar a tocar hueso. Y no hay nada peor que una comedia sin puta gracia.