Moonlight

Es lo más bonito del cine, que puede secuestrar la vida en sus mutaciones (y si no, que se lo digan Richard Linklater). Tres actos, y ya lo tenemos: un niño, un adolescente, un adulto joven, y todo lo que pasa entre estas tres edades, fuera de campo, como una mochila que amolda el rostro y el nombre pero no la manera de estar en el mundo. Estamos, pues, más cerca de Hou Hsiao-Hsien o Edward Yang que de Spike Lee.

Cualquiera diría que 'Moonlight' es la típica historia de iniciación, y no se equivocaría. Teniendo en cuenta que la película se sitúa en un barrio marginal de Miami, donde el tráfico de drogas, el 'bullying' y la falta de oportunidades están a la orden del día, y que todos los personajes son afroamericanos, sería fácil imaginársela como una secuela de 'Los chicos del barrio'. Lo que la hace grande, monumental en su exquisitez, es que Barry Jenkins ha sabido transformar los tópicos del 'gangsta film' con alma reivindicativa a través de una mirada sensible y universal, más atenta al gesto de abandono y acogida que en la pancarta de protesta.

'Moonlight' entiende que no se puede hablar de política si primero no sabemos quiénes somos y qué lugar ocupamos en la realidad que nos rodea. Queda, pues, la crónica de la forja de una identidad que debe luchar contra la imagen que el entorno le impone, y, sobre todo, una bellísima historia de amor entre dos hombres, que culmina en una secuencia portentosa, en la que las miradas, los silencios, las preguntas a medias, la seducción subterránea, el perdón y el deseo bailan una canción soul que reaviva las altas presiones del primer beso.