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Sartre dijo que el infierno son los otros, pero en esta ecuación furibunda nunca quedó claro qué papel ocupa la vida extraterrestre. El canadiense Denis Villeneuve ha rodado una película de marcianos que más que ciencia ficción es un apéndice del 'Ser y el tiempo' de Heidegger, un relato enigmático en el que los alienígenas son sombras tentaculadas que levitan detrás de una membrana gris, como lo hacía el rostro de Liv Ullmann, difuminado en la niebla, recibiendo la caricia de un niño con gafas gruesas al principio de 'Persona'.
Como las buenas películas, ésta se presta a un montón de lecturas, en un prisma poliédrico que no te acabas nunca, carne de hipótesis y especulaciones infinitas. En primer lugar, nos sitúa en el día en que un puñado de naves espaciales se instalan en diferentes puntos del planeta. En segundo lugar, es la batalla de la diplomacia internacional, con una formación de traductores a su servicio, para comunicarse con los visitantes y descifrar su envarado sistema de escritura. Sólo así sabrán qué han venido a hacer aquí.
En tercer lugar, y aquí es donde Villeneuve nos gira el cerebro, desafía los límites del lenguaje lineal y tumba el aparato cognitivo que hasta ahora nos ha servido para decodificar la existencia. Si esto os suena demasiado técnico, quedaos con la idea general. Es la historia de dos criaturas silentes con forma de pulpo gigante que flotan al otro lado de un cristal nublado, escupiendo rayos de tinta como quien hace anillos de humo. O mejor aún, incrustados en una mampara que bien podría ser la pantalla de un cine, aquel monstruo bidimensional donde siempre nos podemos enganchar los dedos.