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Los Ángeles es la ciudad que todo lo venera al tiempo que no valora nada. Es allí donde el cine vio nacer los primeros musicales, en aquellos platós donde Gene Kelly iluminaba el rostro ahora desaparecido de Debbie Reynolds como si lo bañara la luz de la luna en 'Cantando bajo la lluvia'. Quiero decir, aquel paraíso de mafias y baile, en el que Cyd Charisse extendía una pierna como una atalaya, con medias verdes, mientras un gángster le acercaba un brazalete de diamantes. Aquel lugar donde los sueños hacían ruido de claqué. Y es en Los Ángeles donde pasa esta película.
'La la land' también es un musical. Tiene la factura de los clásicos del género de los años 50, las coreografías de Stanley Donen y los colores de Vincente Minnelli, al tiempo nos abre las puertas a una recámara cargada por las pasiones. Ella es una aspirante a actriz, y escribe obras de teatro, aunque trabaja sirviendo cafés justo delante de uno de los decorados de Casablanca. Él es un pianista de jazz que subsiste interpretando villancicos en un club nocturno, sollozando por el recuerdo de Chick Web y Thelonious Monk.
Es una historia de amor y nostalgia, un relato que va marcando el paso de las estaciones, del invierno al otoño, y la eclosión de una tradición estética, llevada a unas cuotas de espectáculo que hacen venir mal de altura. El plano-secuencia en espiral dentro de la piscina, en una fiesta donde cada vestido es como una flor. La escena del planetario, en la que los protagonistas se unen en una danza suspendida en el aire, flotando entre las estrellas. Las caras de Ryan Gosling y Emma Stone, que se miran y se buscan, a través de los años. Y la fantasía, el peor enemigo del fracaso, el mejor alimento nunca inventado.