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Si aún se llevaran las sesiones dobles, 'La casa junto al mar' haría buena pareja con 'Las horas de verano' de Olivier Assayas. Ambas películas proponen encuentros familiares, con sus lazos de afecto y tensión, y profundizan en la cuestión de la herencia: qué hacer con lo que nos legan nuestros padres, sobre todo moralmente. Pero si en el film de Assayas lo que quedaba de la matriarca era una colección de obras de arte que revelaba la condición burguesa de los personajes, en 'La casa junto al mar' se trata de una finca construida colectivamente entre los habitantes proletarios de una cala cerca de Marsella. Hasta ahora, el progreso pasaba por encima de la localidad, sin tocarla (literalmente: las vías del tren la atraviesan por encima de un puente), pero ahora se ve amenazada por la especulación turística y el abandono de unos herederos que deben aclarar qué sentimientos les despierta el lugar.
Aparte de ser uno de los pocos directores a quien todavía les sale de manera natural poner las problemáticas de clase sobre la mesa, Robert Guédiguian también consigue integrar en el drama un canto al teatro como un arte transformador, y una mirada retrospectiva a su trayectoria (insertando fragmentos de su cinta de 1985 'Ki lo sa?', donde su troupe de actores se paseaba por el mismo escenario, aunque sin melancolía). El autor de 'Marius y Jeannette' incluso se dirige a la crisis de los refugiados desde una vertiente humanista y a pequeña escala, en un tercer acto que enlaza con 'Le Havre' de Kaurismäki, y no solo por el hecho de compartir Jean-Pierre Darroussin en el reparto.