Peleas coreografiadas de lo más más estilizadas, siete piezas de acción trepidantes repletas de imaginación visual, escenarios decadentes y casi operísticos... La segunda parte de John Wick no sólo se encuentra a la altura de su magnífica predecesora, sino que incluso la supera en precisión y ritmo ultracinético, en soltura y elocuencia.
El director Chad Stahelski ya demostró que un subproducto podía convertirse en una auténtica 'delicatessen'. Y ahora revalida esta teoría para configurar uno de los dípticos de acción más sobresalientes de nuestro tiempo en torno a la figura maldita de un hombre del saco iracundo que busca venganza entre los bajos fondos, con la cara de pocos amigos de un Keanu Reeves en plena forma, que asimila los postulados del estilo hongkonés que instauró John Woo en los años 80.
No hay descanso visual, todo es energía, y cada escena ofrece un cóctel de ironía negra. Atención al cameo de Laurence Fishburne, que hará las delicias de todos los fans de 'Matrix'.