Hannah

La soledad es un autómata que chirría. Los actos mecánicos que guiaban la vida doméstica de la Jeanne Dielman de Chantal Akerman sonaban así, como un robot alienado. La alienación de Hannah es de otro tipo: en el rictus congelado de una extraordinaria Charlotte Rampling, que carga de densidad el acto de hacer una cama o de viajar en metro con los ojos cerrados, hay un rastro de culpa. Hannah se despliega como un thriller sin diálogos: el rechazo que aísla a esta mujer con pinta respetable se dibuja con una serie de pistas y miradas furtivas. Hay que ser paciente para que la verdad se revele, y nunca lo hace del todo. La película de Andrea Pallaoro es deliberadamente elusiva, lo que no significa que abandone a su protagonista a su suerte: es una lección magistral de cómo construir a un personaje desde la descomposición del gesto, casi desde la desfiguración de un alma que lucha por no sucumbir al impulso suicida. Hannah no es una experiencia cómoda de ver, a veces parece recrearse demasiado en su oscuridad, pero duele, y de verdad.