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Esto son tres mujeres. Una, la abuela, con chupa de cuero y mala leche, el pulpo en un garaje, la atávica roquera que vivió la revolución sexual y todavía lleva en las venas la sangre de los rebeldes. La segunda, la madre, la ejecutiva con traje de chaqueta rosa que corre en una cinta instalada en el enésimo piso de un edificio de oficinas, con un zumo detox en la mano. Y, por último, la niña ingenua que se ha quedado embarazada del primer colgado que le ha ofrecido el asiento de atrás. Weitz no está para sutilezas: se le ve de lejos que tiene ganas de poner las cosas en su sitio en una actualización del retrato generacional. Ahora, la juventud de Woodstock se ha hecho mayor e incluso los tiburones de los altos despachos están a punto de jubilarse, sin herederos que les sigan. Pero la película está tan bien medida (y actuada) que verla es un gusto.