En cuerpo y alma

La idea de fondo es preciosa: dos personas que se sientan cada día de lado, en silencio y con caras largas, en el comedor para trabajadores de un matadero, con las insípidas bandejas de plástico en las manos, se reencuentran cada noche, en sueños , transformadas en dos ciervos que caminan en la nieve para ir a beber agua a una charca. Podría ser una fábula medieval, de aquellas que exploran la metamorfosis entre el hombre y el animal, trasladada a un mundo actual de bajas temperaturas –reforzado por una fotografía tan gélida que parece querer blindarnos en el interior de una cámara frigorífica, donde la carne desgarrada se cubre de una fina capa de escarcha–, encadenado a una rutina mecánica, enajenante. Pero la directora tiene demasiada prisa para esbozar temas tan fríos como la incomunicación y la apatía social, y en cambio desatiende el globo de fantasía, la magia desbordante del amor en la distancia, que insinúa que si la vida nos separa hay otra dimensión, más allá de la vigilia, en la que los sentimientos son más puros.