El cine de Agustí Villaronga es un mecanismo angustioso, que juega invariablemente con emociones perversas y enfermizas. Desde 'Tras el cristal' (1986) hasta 'Pa negre' (2012), su filmografía aborda una especie de fenomenología del mal que no desagradaría a filósofos como Nietzsche o Bataille. Pero por dentro de sus imágenes siempre corre la tentación del exceso, y en este sentido 'El rey de La Habana' quizá es su película más barroca y tremendista. Partiendo de su binomio habitual inocencia/corrupción, Villaronga hace esfuerzos para que la peripecia de un adolescente que vive en la calle, en contacto permanente con los estratos sociales más bajos de la Cuba de los 90, parezca una pesadilla abstracta y salvaje. Pero esta estrategia, lamentablemente, se le va poco a poco de las manos y su cuento acaba perdiendo gran parte de la coherencia narrativa que desde un principio prometía.
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