Es terrible cuando una novela llega a la pantalla con muchas espectativas previas, y eso lo muestra diplomáticamente el caso de El jilguero. El éxito de ventas de Donna Tartt en 2013, ganadora del Premio Pulitzer, dividió la opinión y los detractores lo llamaron ficción para adultos jóvenes (como si eso fuera fácil de lograr).
Sin embargo, nadie discutió que voló, tocando rápidamente las escenas simbólicas del terrorismo de Manhattan y el abandono de los adolescentes mientras buscaba una preocupación más profunda por la supervivencia. Ese espíritu animador es exactamente lo que falta en esta versión de película, demasiado larga, disminuida por la triste música (sin mencionar las apropiaciones indebidas pecaminosas de New Order y Radiohead), narración narcotizada y un desenfoque de lente.
Ansel Elgort de Baby: el aprendiz del crimen, nunca persuasivo como un alma torturada, nos lleva al personaje de Theodore Decker, quien a los 13 años sobrevivió a una explosión en el Museo Metropolitano de Arte, que cobró la vida de su madre. El joven Theo se va a vivir con la familia Waspy, con su preocupada y santa matriarca (Nicole Kidman), pero al igual que esa situación parece inclinarse hacia la permanencia, el padre alcohólico de Theo y su novia (Sarah Paulson) aparecen sin previo aviso y lo llevan a vivir un suburbio de Las Vegas.
El director John Crowley se sobrecarga por un guion pesado. En su camino hacia un clímax no catártico que de alguna manera involucra una pintura al óleo en el mercado negro y un tiroteo en Amsterdam. Jeffrey Wright murmura y Finn Wolfhard se quema la lengua con un acento ruso, mientras que Willa Fitzgerald, que interpreta a un personaje llamado Kitsey, sonríe rígidamente a través de un cortejo decorativo y sin sentido con el anticuado comerciante de antigüedades. Si te encantó el libro, quizás sea satisfactorio ponerles cara a estos personajes, pero eso no es lo que cualquier fan podría haber deseado idealmente.