Al principio parece una película de Asghar Farhadi, en la que un conflicto cotidiano desencadena una tormenta de desastres que cuestionan los principios éticos de los protagonistas.
Pero así como el cineasta iraní despliega sus mecanismos de relojería para interrogarnos sobre el rol que ocupamos en un sistema que nos supera, donde la verdad y la mentira se alían en un complejo discurso sobre la ambigüedad moral, Ziad Doueiri se muestra más preocupado por las tensiones políticas y religiosas en un país, el Líbano, donde la convivencia entre cristianos autóctonos y palestinos refugiados sigue provocando sangre.
Una discusión por una tubería sirve como obvia metáfora de las heridas abiertas de una guerra donde cada bando parece tener sus razones. Se le tiene que agradecer a Doueiri, antiguo ayudante de dirección de Tarantino, las ganas de hacer visible un conflicto escondido bajo las ruinas de la Primavera Árabe, pero su propuesta tiende a la simplificación y el didactismo, sobre todo cuando se convierte en el película judicial.