Tengo que confesar que una película que corone la pérdida de la virginidad gay de Eisenstein clavándole una bandera soviética en el agujero del culo me cae inmediatamente simpática. No tanto por la vulgar salida de tono sino porque, para Greenaway, declarado admirador del inventor del montaje dialéctico, la desmitificación es la más sentida carta de amor que puede enviar a su ídolo. Ingenuo y alocado, Eisenstein es, según el cineasta británico, un Harpo Marx en el México coloreado y barroco que quiso plasmar en la inacabada '¡Que viva México!'.
La agotadora exuberancia formal de los collages digitales de Greenaway se adelgaza un poco, haciendo que este sea su film más accesible y divertido en años, una especie de antibiopic, no exento de un lúdico sentido didáctico, al estilo Ken Russell, pensado, eso sí, para los tiempos de la multipantalla.