Blue Jasmine

Es admirable que Woody Allen tenga la energía de descolgarse, de repente, con una bofetada en la cara. El victimismo abrumador de Jasmine, la desesperación de sus vicios emocionales, la incapacidad para tener los pies en la tierra y mirar directamente a los ojos del abismo, configuran, entre otras miserias, uno de los retratos femeninos más implacables de la fecunda obra ‘alleniana’, eje vertebrador de la que quizá es su película más nihilista. La inexistencia de Dios ya no es una excusa, tampoco lo es la deuda de sus filmes dramáticos con el cine de Ingmar Bergman. La desnudez en la que se nos presenta la monstruosidad de Jasmine -y que Cate Blanchett abraza sin miedo a quemarse- es incómoda. Y aunque parece que Allen abuse del ‘deus ex machina’ y envuelva su discurso con digresiones sobre la crisis económica y la dignidad de las clases bajas, no tarda mucho en llegar a una conclusión tan lúcida como devastadora: la vida consiste, sí, en resignarse o volverse loco.