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Ambientada en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, entre lodo, explosiones y rizos de alambre de espino, la última película de Sam Mendes es poco menos que una obra maestra. Así lo demuestra en una de sus secuencias centrales, en la que un soldado herido se arrastra por el suelo hasta llegar a una ventana con los cristales rotos y, de pronto, se ve en medio de una ciudad francesa aniquilada por los bombardeos. Un prodigio narrativo trepidante, en un plano secuencia continuo que nos arrastra entre el fango y el olor a cadáver podrido. Firme candidata al Oscar, es una de las mejores películas que veremos en este año que empieza.